domingo, 12 de mayo de 2013

Aparición



He pasado una temporada en la naturaleza del siglo XIX. Las ruinas y el desierto de Ozymandias. Los senderos de Wordsworth. La Grecia soñada de Keats.

Pero faltaba alguien: el poeta que se escapa. El poeta que nos ofrece otra cosa, William Blake. Ocupa las primeras páginas en uno de los libros que he releído, La música de la humanidad. Antología poética del Romanticismo inglés (Turner, traducción de Ricardo Silva-Santiestebán ). Lo evitaba. Tenía miedo de sus poesías. Lo leí hace mucho y me produjo una extraña impresión.

Y apareció de improviso. Pasaba las páginas con indiferencia, pasando por encima de letras, palabras, títulos... Ahí estaba: “El tigre”. Ya tenía suficientes árboles, bosques, ríos, lagos, acantilados, desiertos… Había olvidado esta poesía (y en esta traducción) que  me impresionó hace años. Ha aparecido en el momento justo: entre la nostalgia romántica, la apoteosis de la subjetividad y la exageración sentimental. El tigre está ahí, entre las ruinas de la abadía  y las páginas del libro. ¿Para qué viene? ¿Qué quiere? ¿Quién es?

“La poesía y el fin de es el principio todo conocimiento”, pensaba (o quería pensar) Wordsworth. Pero la poesía como vía de acceso al conocimiento –aunque sea al conocimiento de la propia subjetividad- queda anulada con la incomprensible aparición de un tigre.

Cuando se ha hecho presente no es fácil lograr que se vaya: las certezas las asumimos con facilidad, las hacemos nuestras. El reencuentro con el pasado o con la naturaleza que interroga el diálogo encajan en un sistema sentimental. Nos pueden invitar a la reflexión o a la ensoñación.  Y rápidamente todo vuelve a la normalidad. Pero el tigre, como la misteriosa imagen final de la Narración de Arthur Gordon Pym, de Poe, escapa a nuestra explicación: nos interroga, nos persigue, nos inquieta.

Tigre, tigre que tan deslumbrante ardes
por entre las florestas de la noche,
¿qué mano, dime, qué ojo inmortal
ideó tu pavorosa simetría?

¿En qué abismos o cielos remotísismos
la llamarada ardía de tus ojos?
¿Con qué alas se atrevía a remontarse?
¿Con qué mano a coger se atreve el fuego?

¿Y qué hombro y qué arte pudo urdir,
sí, los tendones de tu corazón?
Y cuando éste empezaba sus latidos,
¿qué mano terrible? ¿Qué pie terrible?

¿Cuál fue el martillo? ¿Cuál fue la cadena?
¿En qué horno tu cerebro se fraguó?
¿Cuál fue el yunque? ¿Qué garra aterradora
cogerá tus terrores espantosos?

Al arrojar sus lanzas las estrellas
Y al inundar con lágrimas el cielo,
¿sonrió cuando contemplaba su obra?
¿Aquel que hizo al Cordero te hizo a ti?

Tigre, tigre que tan deslumbrante ardes
por entre las florestas de la noche,
¿qué mano, dime, qué ojo inmortal
 ideó tu pavorosa simetría?




viernes, 15 de marzo de 2013

Poesía, aquí seguimos


Pues aquí está un romántico inglés: William Wordsworth y su poema "La abadía de Tintern" o, "Versos compuestos unas cuantas millas más arriba de la abadía de Tintern, de regreso  a las riberas del Wye durante un viaje", título (o subtítulo) poco comercial, seamos sinceros.

¿Y por qué Wordsworth?


Wordsworth. La abadía de Tintern


Primera respuesta: Es la tercera traducción que leo y la primera que termino. Y hay que celebrarlo. No es un juicio de valor a la traducción, supongo que las otras están bien. O muy bien. Pero es la primera que consigo leer como literatura, como poesía, como "algo" que no sea un trabajo académico.

Segunda respuesta: Quizás la culpa no la tenga la traducción, sino el momento. Hay libros que tienen su tiempo y su lugar. Y el de Wordsworth no había llegado. Nuestro poeta vuelve a una naturaleza que conoció de joven: entonces recuerda, piensa y escribe. Ha llegado el momento de volver, como Wordsworth.

Tercera respuesta. Hay poesías que traen imágenes y música: y ésta es una de ellas. El sitio no está mal, ya sea en la evocación de la pintura:



O en la realidad. Bueno, en la realidad de la fotografía, claro, que tampoco es la realidad.


Cuarta respuesta: ¿Por qué la naturaleza? ¿Por qué encuentro verdad en en las imágenes y en el tono algo retórico e inevitablemente decimonónico? Traigo en mi ayuda a Marianne Moore: En la poesía, aunque no queramos, aunque no nos guste, aunque la rechacemos, se atisba la verdad, una intuición, una sensación que un extenso y razonado discurso difícilmente puede desarrollar. Por eso la reducción -extrema- de su poema "Poetry". Decenas de versos se reducen a tan sólo tres: porque es la sugerencia, el atisbo de la verdad lo que nos captura. No su desarrollo.

A mí también me disgusta.
Al leerla, sin embargo, con absoluto desdén, uno descubre en
ella, después de todo, un lugar para lo genuino.

Es una revelación que se intuye en la poesía. Nos lo dice Wordsworth en el prefacio a las Baladas líricas"la poesía es el principio y el fin de todo conocimiento". 
Y regreso a la pregunta: ¿Por qué?  Sencillo. Me enfrenta al paso del tiempo y a la naturaleza. El poema es una espejo. Del mismo modo que el protagonista del poema se encuentra en la naturaleza y -rodeado por ella, en ella, por ella- recuerda, piensa y escribe, yo me encuentro en el poema y recuerdo y pienso. La soledad que el poeta siente en la naturaleza le obliga a la reflexión y al conocimiento. Y el poema -paradójicamente- me arroja y me enfrenta a la realidad: la literatura me ayuda a percibir una verdad. 







lunes, 18 de febrero de 2013

Poesía, de nuevo






Regresó la poesía, como cada año. Quizás con el otoño, el invierno, el tiempo que se va. No lo sé. Y para darle la bienvenida, de nuevo este poema de Marianne Moore:


Poesía

A mí también me disgusta.
Al leerla, sin embargo, con absoluto desdén, uno descubre en
Ella, después de todo, un lugar para lo genuino.


Poetry

I, too, dislike it.
Reading it, however, with a perfect contempt for it, one discovers in
it, after all, a place for the genuine.


Y aquí la versión larga (Marianne Moore, Poesía completa, Lumen, Barcelona, 2010)







lunes, 3 de octubre de 2011

Y aquí sigue: Marianne Moore

Se resiste a irse, Marianne Moore. Las clases y el otoño ya están aquí, pero sus poemas buscan un momento. Dan vueltas y más vueltas en mi cabeza mientras intento hacer algo de provecho.


Permanecen ahí no por su capacidad de generar ideas o despertar emociones, sino por su propia calidad visual. Es decir: son imágenes que quedan en nosotros, imágenes complejas, exactas, detalladas. Y misteriosas. El esfuerzo de su comprensión tiene como resultado que nos acompañen durante semanas, meses o años. Son palabras que trascienden: pero su trascendencia no es metafísica o sentimental (en un primer momento) sino física. Sus poemas se imponen como imágenes, como objetos que están ahí y que contemplamos desde diferentes perspectivas. Están ahí: y los llevamos con nosotros. No son metáforas atrevidas, asociaciones sorprendente. Son “cosas” convertidas en palabras. Y esa conversión genera otra “cosa”, el poema. Y aquí uno de ellos. Un pueblo -¿un cuadro?-, algunos de sus habitantes, flores, animales...

EL CAMPANERO

Durero habría encontrado una razón para vivir
en una ciudad así, con ocho ballenas varadas
que mirar, con la suave brisa entrando en casa
un día claro desde el aguafuerte de un mar
con olas tan reglares como las escamas
de un pez.

Una a una, dos a dos, tres a tres, las gaviotas sostienen
su vuelo adelante y atrás sobre el reloj de la ciudad,
o planean alrededor del faro sin mover las alas –
alzándose firmes con un ligero
temblor en el cuerpo – o se reúnen
graznando sobre

un mar púrpura cuello de pavo
que empalidece en un azul verdoso como
el azul pavo y gris topo que Durero prefirió
al verde pino del Tirol. Se ve una langosta
de veinticinco libras; y las redes tendidas
a secar. El

torbellino pífano y tambor de la tormenta inclina
la hierba salina, agita estrellas en el cielo y la
estrella del campanario; es un privilegio ver tanta
confusión. Encubiertos por lo
aparentemente adverso, las flores
de la ribera y

los árboles, favorecidos por la niebla, ponen
el trópico a nuestro alcance: el jazmín-trompeta,
la digital, el dragón gigante, la salpiglosis con
lunares y rayas; dondiegos, calabazas
o campanillas emparradas sobre sedal de pescador
en la puerta trasera;

espadañas, gladiolos, arándanos y trasdescantía,
cintas, líquenes, girasoles, ásteres, margaritas
- harapientos marinos de amarillo y pinzas de cangrejo con verdes brácteas-
hongos, petunias, helechos; lirios rosados, azules,
trigidias, amapolas; negros guisantes de olor.
El clima

no es bueno para el baniano, el franchipán o
la nanjea, ni para la vida de una serpiente
exótica. Lagarto y piel de culebra para zapatos, si te va;
pero aquí tienen gatos, no cobras, para
oprimir a las ratas. El tímido
tritoncito

tildado con pinchos blancos en su lomo de rayas negras
vive aquí; no existe nada que la
ambición pueda comprar o llevarse. El estudiante
llamado Ambrose se sienta en la ladera
con sus libros y sombrero extranjeros
y ve los barcos

blancos y rígidos avanzar por el mar como
en un surco. Amante de la distinción que
no nace de la jactancia, conoce de memoria el antiguo
cenador en forma de azucarero con
tablillas entrelazadas y la inexacta
inclinación de la torre

de la iglesia, desde la que un hombre de rojo deja
caer una cuerda como una araña teje su hilo;
parece salido de una novela, pero en la acera
un letrero blanco y negro dice
C. J. Poole, Campanero, y otro rojo
y blanco advierte

Peligro. El pórtico de la iglesia tiene cuatro columnas
acanaladas, cada una de un solo bloque de piedra, al que
el encalado da un aire sencillo. Sería un refugio adecuado
para golfillos, niños, animales, prisioneros
y presidentes que recompensaron a
senadores

corruptos no pensando en ellos. El
lugar tiene una escuela, una oficina de correos
en un almacén, pescaderías, gallineros y una goleta
con tres mástiles en
los muelles. El héroe, el estudiante,
el campanero, cada uno a su modo,
tiene su sitio aquí.

No pudo ser peligroso vivir
en una ciudad así, de gente sencilla,
con su campanero que coloca señales de peligro junto a la iglesia
mientras dora la sólida
estrella puntiaguda que sobre una torre
simboliza la esperanza.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Marianne Moore en playa

Y aquí está otra vez Marianne Moore. A quien he recordado este verano, observando cómo se detenían o corrían los cangrejos por las rocas, cómo nadaba una medusa en un cubo de agua o cómo, poco a poco, se adivinaba el mar lleno de vida en el agua que había dejado la marea entre las rocas.

LOS PECES

cruzan
vadeando el negro jade.
Entre las conchas de mejillón azul cuervo, una se queda
componiendo los montones de ceniza;
abriéndose y cerrándose como

un
abanico herido.
Los percebes incrustados al borde
de las olas no pueden ocultarse
allí porque los sumergidos rayos del

sol,
se resquebrajan como lana
de vidrio, se mueven con ligereza de proyector
entre las grietas-
dentro y fuera, iluminando

el
mar turquesa
de cuerpos. El agua atraviesa una cuña
de hierro por el borde de hierro
del acantilado, sobre el que las estrellas,

rosados
granos de arroz, medusas
salpicadas de tinta, cangrejos como lirios
verdes y hongos
submarinos se deslizan unos sobre otros.

Todos
los rasgos
externos del abuso están presentes en este
desafiante edificio,
todas las características físicas del

ac-
cidente: falta
de cornisa, estrías de dinamita, quemaduras y
golpes de destral, estas cosas se destacan
en él; el abismo está

muerto.
La evidencia
reiterada prueba que puede vivir
a costa de lo que no revive
su juventud. El mar envejece dentro de él.

Quizás ahí está uno de los elementos que me atraen de la poesía de Marianne Moore: la presencia del elemento exterior, no interior. Lo que nos rodea forma la poesía. Algunos objetos o animales que están ahí. Que a veces vemos, a veces no. Es posible que su poesía los convierta en metáfora, en símbolo. Pero es más importante la presencia que esa conversión, porque su presencia es ya un significado.

Moore nos enseña a ver, nos enseña a mirar. Nos dice: ahí está el agua que ha dejado la marea entre unas rocas. Miradla un rato. Descubrimos la luz, sus reflejos, las sombras, las formas de la piedra. Y poco a poco el agua se llena de vida, de movimiento. Y adquiere un significado. ¿Cuál? Muchas veces, no lo sabemos. Nos fascina, y nos obliga a replegarnos en nosotros mismos buscando respuestas.

viernes, 22 de julio de 2011

Poesía: Marianne Moore






Hay libros que compro por el título: Y Pangolines, unicornios y otros poemas (Acantilado, 2005, traducción de Olivia de Miguel) no se podía quedar en la librería. No sabía quién era Marianne Moore ni, por supuesto, sabía lo que es un pangolín. Hoy ya sé quien es Marianne Moore, sé lo que es un pangolín... pero poco más. Porque la lectura de los poemas de Marianne Moore nos ofrece pocas respuestas sobre su significado.

Años después compré Poesía completa (Lumen, 2010, traducción de Olivia de Miguel). Pero sigo igual.





Puedo decir que hay muchos poemas cuyos protagonistas son animales: el pangolín, el pelícano fragata, el búfalo, el elefante. Y más animales: camaleón, medusa, buey ártico. Sí, parece un documental... También aparecen lugares. Y Pintores. Y Bailarines. Y cosas, muchas cosas. Están ahí, convertidas en poemas. En versos. En estrofas. Las frases son comprensibles. Y la sintaxis. Pero el significado se escapa.

Siempre que voy a hacer un viaje me llevo uno de los libros de Moore: sé que nunca lo terminaré. Que después de cada estrofa puedo mirar la playa, escuchar el sonido del viento o seguir tomando una horchata. Y ahí están sus imágenes, dando vueltas... Regreso a casa, y los poemas siguen ahí, interminables.

Me persiguen sus imágenes, la disposición de las estrofas, la convicción de que su escritura revela conexiones y secretos. Observa y cuenta. Quiero creer que hay algo más, algo que no comprendo. A veces tengo miedo: quizás sea una ilusión. Y que tanto su poesía como el mundo que describe no signifiquen nada.
Simplemente están ahí. Estamos ahí.

Y aquí su poema más conocido:

Poesía

A mí también me disgusta.
Al leerla, sin embargo, con absoluto desdén, uno descubre en
ella, después de todo, un lugar para lo genuino.


Y en inglés, para los sabios

Poetry

I, too, dislike it.
Reading it, however, with a perfect contempt for it, one discovers in
it, after all, a place for the genuine.

Es la versión definitiva del poema: la primera versión, mucho más larga, aclara más las cosas. Otro día.


martes, 12 de julio de 2011

Seguimos con los jardines: preguntas y respuestas

Más jardines [El libro: Michel Baridon, Los jardines. Paisajistas, jardineros, poetas [siglos XVIII - XX], Abada Editores, Madrid, 2008]

Otra idea: ese jardín pintoresco-paisajista rompe con las formas geométricas. Las formas geométricas “no tienen historia”, son siempre ellas mismas. Eternas, perfectas e inmutables: “Cultivar la irregularidad era también encontrar la verdad de los horizontes del lugar tal y como los tiempos los habían modelado, con las líneas y los colores que les eran propios”.

La creación de un jardín -como el de Versalles- conlleva la ordenación perfecta del tiempo y el espacio. El dominio absoluto de la naturaleza, puesta al servicio del hombre. La geometría nos ofrece un espacio sin misterio, un espacio en el que el hombre -el hombre, no sólo el rey- expresa su poder.

El jardín “de la sensibilidad”, como lo denomina el autor, con sus caminos sinuosos y su crecimiento “natural” (que no lo es: pues ha sido ordenado por el hombre) nos ofrece, en primer lugar, una visión incompleta: el paseo nos abre perspectivas, nos revela fragmentos del total. Una avenida recta nos muestra una perspectiva final. Un camino sinuoso nos ofrece una pregunta / una respuesta en cada recodo. Nuestro paseo es una sucesión de descubrimientos, de sensaciones. Pero no abarcamos la totalidad, que nunca se nos revela. Sólo existe una posibilidad, aparente, de respuesta: un lugar elevado.


Quizás lo encontremos: sin embargo, tampoco es una respuesta. La naturaleza nos oculta, ahora, los caminos: Los desniveles del terreno, los árboles… Estamos arriba, pero tampoco dominamos el jardín o el mundo. No hay un punto privilegiado de observación. No hay una respuesta.