He pasado una temporada en la
naturaleza del siglo XIX. Las ruinas y el desierto de Ozymandias. Los senderos
de Wordsworth. La Grecia soñada de Keats.
Pero faltaba alguien: el poeta que se
escapa. El poeta que nos ofrece otra cosa, William Blake. Ocupa las primeras páginas en uno de
los libros que he releído, La música de
la humanidad. Antología poética del Romanticismo inglés (Turner, traducción
de Ricardo Silva-Santiestebán ). Lo evitaba. Tenía miedo de sus poesías. Lo leí
hace mucho y me produjo una extraña impresión.
Y apareció de improviso. Pasaba las
páginas con indiferencia, pasando por encima de letras, palabras, títulos...
Ahí estaba: “El tigre”. Ya tenía suficientes árboles, bosques, ríos, lagos,
acantilados, desiertos… Había olvidado esta poesía (y en esta traducción)
que me impresionó hace años. Ha
aparecido en el momento justo: entre la nostalgia romántica, la apoteosis de la
subjetividad y la exageración sentimental. El tigre está ahí, entre las ruinas
de la abadía y las páginas del libro. ¿Para
qué viene? ¿Qué quiere? ¿Quién es?
“La poesía y el fin de es el principio
todo conocimiento”, pensaba (o quería pensar) Wordsworth. Pero la poesía como
vía de acceso al conocimiento –aunque sea al conocimiento de la propia subjetividad-
queda anulada con la incomprensible aparición de un tigre.
Cuando se ha hecho presente no es fácil
lograr que se vaya: las certezas las asumimos con facilidad, las hacemos
nuestras. El reencuentro con el pasado o con la naturaleza que interroga el
diálogo encajan en un sistema sentimental. Nos pueden invitar a la reflexión o
a la ensoñación. Y rápidamente todo
vuelve a la normalidad. Pero el tigre, como la misteriosa imagen final de la Narración de Arthur Gordon Pym, de Poe,
escapa a nuestra explicación: nos interroga, nos persigue, nos inquieta.
Tigre,
tigre que tan deslumbrante ardes
por
entre las florestas de la noche,
¿qué
mano, dime, qué ojo inmortal
ideó
tu pavorosa simetría?
¿En
qué abismos o cielos remotísismos
la
llamarada ardía de tus ojos?
¿Con
qué alas se atrevía a remontarse?
¿Con
qué mano a coger se atreve el fuego?
¿Y
qué hombro y qué arte pudo urdir,
sí,
los tendones de tu corazón?
Y
cuando éste empezaba sus latidos,
¿qué
mano terrible? ¿Qué pie terrible?
¿Cuál
fue el martillo? ¿Cuál fue la cadena?
¿En
qué horno tu cerebro se fraguó?
¿Cuál
fue el yunque? ¿Qué garra aterradora
cogerá
tus terrores espantosos?
Al
arrojar sus lanzas las estrellas
Y
al inundar con lágrimas el cielo,
¿sonrió
cuando contemplaba su obra?
¿Aquel
que hizo al Cordero te hizo a ti?
Tigre,
tigre que tan deslumbrante ardes
por
entre las florestas de la noche,
¿qué
mano, dime, qué ojo inmortal
ideó tu pavorosa simetría?
ideó tu pavorosa simetría?
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